jueves, septiembre 11, 2008

Juzgado 23, Secretaría 230

Desentono, desaliñado en un cuarto
En donde todos se pavonean
Arropados en finos trajes de seda.
Miro a un lado y a otro
Pero no encuentro ni un solo ojo,
Únicamente las cuencas...
Me escucho a mí mismo decir
Palabras en una jerga que no entiendo,
Que jamás aprendí,
Que "acompaña la demanda un autoriza a compulsar".
Se me abren las puertas;
El encantamiento da resultado y paso
a otra sala helada, con caras muertas.
Me sumerjo en un casillero con la letra "A",
uno de los muchos que tiene uno de los miles de estantes dentro de una de las infinitesimales cámaras mortuorias contenidas en la Pirámide de la Injusticia.
Meto de lleno la cabeza en aquel agujero negro,
me desintegro.
El antropólogo, el músico, el poeta
Se quedan ahí, en la inmensidad impersonal.
Mi mano encuentra, por fin,
El expediente de Carlos Arreta...
Pero mi mano no es mi mano,
Lentamente se amalgama
En varita mágica automática.
Me domina la dinámica de la brujería y disparo,
conjuro un papel con la frase
"Adjunta oficio diligenciado".
El hechizo queda consumado
Cuando entrego el muñeco vudú acartonado
A la momia negra que se acerca a reclamarlo.
Muy despacio, salgo de la cámara,
De los casilleros, de la pirámide;
Voy volviendo a ser yo mismo mientras espero el colectivo...
Rápidamente, mi breve atisvo de autoconocimiento
Se ve cortado en seco:
Un oficial se me acerca,
me exige el documento.
"Señor Arreta", me dice, visiblemente irritado.
De nada sirve intentar explicarle
Que mi verdadero nombre es Santos,
Que soy honrado, que trabajo...
Mi maleficio había sido redireccionado.
No me queda otra,
Me veo obligado a acompañarlo
Cuando el brillo de sus esposas, de prepo
Se posa en mis muñecas.