martes, enero 04, 2011

Tender el candelabro al fantasma que te visita. Ver a los vivos, muertos, en esa vigilia hostigante de quien piensa en el sueño antes de quedarse dormido. Temer a la locura más que a la muerte mientras tus manos desconectan los teléfonos por el terrible espanto latente de que alguien te esté escuchando. Ver a los vivos muertos. Tender el candelabro al fantasma que te visita y no creerle porque, después de todo, los fantasmas no existen.

Sé que mi padre ha muerto, sé que dios no existe y el cielo es un cuento. Creo que estoy perdiendo un juego al que nunca acepté jugar, creo que mi temple se inclina siempre ante la fragilidad, creo en John Lenon antes que en Marx. Y aun así, ahí está. Imperturbable, el espectro no se me quita de los párpados ni con los ojos bien cerrados.

"Largo, vete, que no quiero verte", lucho en vano con la pena de ver caer mi mundo entero, mi mapa perfecto de datos científicos y fusiles de madera. Me ladran cerca de la panza una infinidad de dolores que ya no siento. No tengo remedio, estoy ante un espectro. Acepto lo que tengo delante. Se me arruga la frente en la acción de sentir consuelo en no escucharlo emitir sonido.

Sus dedos parecen dolidos, con las uñas comidas casi hasta la carne, con la piel amarilla por el tabaco. El pelo enrulado con grandes huecos, los bigotes de señor de pacotilla venido a menos y la sonrisa bonachona de borracho simpático no dejan lugar a dudas: enloquecí y estoy viendo al padre que sé que ha muerto.

Del bolsillo de su camisa rosa viejo saca, despreocupado, un atado de cigarros rubios. Retira uno del montón, busca algo que no encuentra entre sus ropas y me mira... Tender el candelabro al fantasma que te visita.